domingo, 31 de octubre de 2010

“Rojo paraíso”, de Tonino Benacquista


Bueno, pues aquí estamos ya. 


Cuando digo estamos, es una forma de hablar. Porque he preferido que salieran todos del cuarto. Y al sitio adonde voy, a nadie le va a apetecer acompañarme. 

Pero no retiro lo de estamos, porque todos hemos pensado en ello y a todos nos llegará la vez. 

¿Por qué cruzo las manos sobre el pecho? Pues no tengo ni idea. Resulta tranquilizador. Soy ateo, así que por ahí van los tiros. Aunque sí que podrían ir; porque por mucho que te digas que no tienes alma, que eres persona sensata y partidaria de las teorías de Darwin, que has probado todos los opios menos el del pueblo, que esta carita tuya la van a usar de solar los gusanos para montarse una acampada todo por lo alto, pues no debes dejar de pensar, aquí metidos en esta cama, en qué va a pasar después

Lo lamento, pero así están las cosas. 

Por lo demás, no tengo nada que lamentar ni de qué arrepentirme. Eso es lo que le habría dicho, por si las moscas, al tribunal supremo del Altísimo en el supuesto de que me hubieran invitado a comparecer en él. No he sido un ingrato con mis padres, no he hecho sufrir a la mujer con la que he recorrido este trecho tan largo de camino, he intentado educar a mis chavales lo mejor que he podido. No le he robado nada a nadie, me parece, o, en último término, cosas de poca monta. 

Vale, de acuerdo, lo que tengo que hacer, metido en esta cama, es ser honrado y no malograr mis últimos pensamientos, porque es ahora o nunca. No es cosa de hacerse mejor de lo que uno es. Para que voy a negar que me he colado muchas veces. Y, a lo mejor, con eso me he ganado el rojo resplandor de las llamas, el color grana de los condenados, las mejillas carmesíes de los diablillos que me morderán los dedos de los pies entre el agobio de un bochorno sardónico y escarlata. Todo rojo. Pues, suponiendo que toda esa chamarilería metafísica fuera cierta, a mí me habría gustado más el azul. El azul celeste y celestial. Bien pensado ¿por qué no me lo iba a merecer yo? 

Bah… Ya sé que todo esto no es más que mala fe de viejo caprichoso. Y un poco asustado, para qué negarlo. 

*** 

Qué asco… 

Me ha tocado el rojo. 

No puede decirse que hubiera apostado por él, pero el caso es que me ha tocado. Qué asco… ¿Pero qué habré hecho yo para acabar en un horno de asar? 

La verdad es que se pasan con tanto rojo. Es raro lo vacío que está este sitio de momento. Pero sospecho que ya han mandado a alguien a recibirme. 

Ahora es cuando toca acordarse de lo que contaba el viejo aquel que daba catecismo. Si es que lo que tendría que haber hecho yo era fumarme la clase de educación para la convivencia. Se supone que ahora debería presentarse algo así como un ser con cuernos para ensartarme en el correspondiente pincho. Un ángel del infierno, como decía mi chico el pequeño. Con los lotes de rock duro que se mete a los catorce años, debe de estar ya de lo más preparado para estas cosas. 

Alguien viene… 

Lo cierto es que este Hell’s Angel se parece bastante al póster de mi chaval… 

Me tiende la mano. 

—¿Qué tal? Me llamo Engels. Federico Engels. 

Yo también le tiendo la mano. A ver qué otra cosa puedo hacer. 

—Ya está usted aquí —me dice. 

—¿En el infierno? 

He debido de decir alguna sandez, porque se nota que no le ha hecho ninguna gracia, pero lo que se dice ninguna. 

—No, hombre, no… En le paraíso, caramba. 

—¿Ah, sí? 

—En el paraíso de los camaradas y de los trabajadores. El infierno está en el piso de abajo, el azul liberal, el azul real, el azul de los especuladores, de los tiranos, de los exploradores, de los capitalistas. ¡Qué razón tuvo usted en no ir al catecismo! 

Me gustaría hacerle una pregunta: ¿es verdad que el Dios del paraíso lleva barba? Pero no me atrevo. 

—¡Atrévase, atrévase! ¡Pues claro que lleva barba! El Sumo Barbudo. Y, además, también quienes están a su diestra y su siniestra tienen barba. ¿Nunca notó usted el parecido entre Carlos Marx y el retrato de Dios en la Capilla Sixtina? No cabe duda de que Miguel Ángel era un individuo inspirado. 

—¿Y esto viene de hace mucho? 

—De la noche de los tiempos. Le hago un resumen rapidito. Dios, en cuanto hubo creado al hombre, lo dejó libre de elegir. Y el hombre escogió el feudalismo. Y Dios envió a su hijo a la tierra para llevarle al hombre la palabra y las Escrituras. Eso que empieza con Proletarios del mundo uníos, etc. ¿Le suena? 

Sí, la verdad es que sí me suena. Intenté incluso que lo leyeran mis chavales, así por encima, sólo para que se enterasen de lo que costaba ganarse los garbanzos en este bajo mundo. En vista de lo cual, el mayor, acto seguido, se hizo socio del club de fans de Black Sabbath

Bueno, pero a lo que íbamos. Como voy a quedarme aquí una temporada larga, más vale que empiece a hacerme a la idea ahora mismo. Si este señor me diera un panfleto en que viniera el organigrama, eso que llevaríamos adelantado. 

—Oiga, oiga, menos prisas —me dice—. Que todavía no está usted en el paraíso. Ya comprenderá que es usted un caso ejemplar. O sea, un problema. Todavía no tenemos muy claro si fue usted en vida un infeliz paria de la tierra, y se queda arriba, o si se marcha al piso de abajo a ser un infeliz condenado. 

—Pero… si yo me porté siempre como un tío legal… No es que fuese de la famélica legión, vale, pero nunca exploté a nadie. 

—¡No me diga! ¿Y qué pasó con la chiquita aquella, con Mireille? ¿Es que eso no fue explotación? La dejó usted abandonada con un hijo en las entrañas… 

—Sí, ya lo sé… Es que yo era muy joven… Bien que lo siento… 

—Lo que no sabe usted es que aquél crío, por haber carecido del afecto y los cuidados de un padre, se convirtió en le peor fascista que se haya visto en el mundo desde los años sesenta. Para que se entere. 

Me tenía que tocar a mí. 

—¿Quién no mete la pata de joven? 

—Sí, claro. Todos dicen lo mismo después. No voy a ocultare la suerte que le tenemos reservada a los explotadores: la galería de la mina, la cadena de montaje, los encargados, y así para toda la eternidad. ¿Ha leído usted a Dante? 

—Algún fragmento escogido, en el libro de literatura del instituto. 

—Pues aquí sucede por el estilo. Tenemos un purgatorio. Algunos impíos se pasan dos o tres siglos pagando sus culpas; luego se lleva su caso ante el comité central y, por lo general, hacemos borrón y cuenta nueva. Es lo que tenemos pensado para usted. 

—¿En serio? ¿No me van a mandar directamente al piso de abajo? 

—La verdad es que nos lo estamos pensando. No lo tenemos muy claro. Porque debemos tener en cuenta que usted tuvo escondidos a dos camaradas durante la guerra, y eso que, por una cosa así, podía acabar en el paredón. Y hay que reconocer que no les pidió nada a cambio. Cosas así tienen su importancia. 

¡Ah, coño! Si no lo llego a saber, los hubiera tenido en palmitas. El más gordo no había inventado la tendencia a la baja de la tasa de beneficio, para qué nos vamos a engañar… Pero no roncaba durante los registros, que ya es algo. Y el otro, ¡huy, el otro! ¡Un charlatán! ¡Un doctrinario! ¡A saber qué habrá sido de ese después de la Liberación! 

—Yo se lo puedo decir. Se marchó a los Estado Unidos para meterse en un proyecto de revolución en Nueva York. Pero las cosas no fueron muy bien que digamos. 

—Así que aquello que hice estuvo bien, ¿no? Una cosa así pesa en el platillo de la balanza, ¿verdad? 

—Sí, pero de todas formas va a tener usted que ir al purgatorio. Me las puedo apañar para se le quede en algo menos. 

—¿Y cómo viene a ser el purgatorio ese? 

—Pues, así, contando por encima, tiene cinco círculos. Del más llevadero al más duro. El primero es para las personas como usted; hay un poco de todo. Incrédulos, tibios. Es esencialmente un círculo para el aprendizaje y la reeducación. Luego vienen los vagos, los que se saltaban las reuniones a la célula, los que se levantaban a las tantas los domingos, los que no pagaban las cuotas. A esos les toca organizar a los condenados del primer círculo. Los demás no le interesan, porque nunca tendrá que coincidir con ellos. 

—Cuéntemelo de todas formas. 

—Los tres últimos círculos son para los renegados. Los maoístas pintan a pistola, con lo que les queda muy poco tiempo para la autocrítica. La condena de los trotskistas consiste en tener que escuchar los discursos de los demás y no poder decir ni mu (y siempre andan quejándose de que preferirían pintar a pistola). Y, por último, están los anarquistas. Y ahí está el problema… Todavía no sabemos qué podemos mandarles hacer.

(En La máquina de triturar niñas, Barcelona: Lengua de Trapo, 2001.) 

No hay comentarios: